En un nuevo 24 de marzo, el investigador del CONICET Horacio Etchichury analiza algunos de los cambios ocurridos en esta materia entre 1976 y 1983 y su persistencia en la actualidad.
DÍA NACIONAL DE LA MEMORIA POR LA VERDAD Y LA JUSTICIA
Muchas veces, cuando desde los medios, en las conversaciones cotidianas, en un asado familiar o en alguna discusión en redes, se señalan los problemas que atraviesa la Argentina, inmediatamente se les asigna un único culpable, palpable de carne y hueso: tal o cual presidente. Casi siempre de los períodos democráticos. “Como si la historia se escribiera en fragmentos inconexos, como si pudiera trazarse una línea que permitiera construir una entidad explicable por sí misma, sin conectarla con nada más. Como si la historia no fuese un continuo que marca el presente”, reflexiona Horacio Etchichury, investigador del CONICET en el Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (CIJS, CONICET-UNC).
En particular, cuando se analiza la realidad actual y se buscan sus causas, suelen dejarse de lado las huellas de la dictadura iniciada con el golpe de Estado ocurrido el 24 de marzo de 1976 y del largo “Proceso de Reorganización Nacional” que transformó por completo la historia del país. Transitando el año en el que se cumplen 40 años de democracia ininterrumpida en Argentina, pensar en el legado de la dictadura implica interpretar la historia como parte de la coyuntura y los problemas actuales.
En este sentido, Etchichury -que también es profesor de la Universidad Nacional de Córdoba y director del Grupo de Investigación en Derechos Sociales (GIDES)- analiza el devenir de los derechos sociales durante el último gobierno de facto y los resabios de ese proceso que permanecen en la actualidad. “A través del terrorismo de Estado, la dictadura logró eliminar a las personas y debilitar a las organizaciones, tanto a las que servían de base al estado de bienestar previo al golpe como a quienes impulsaban proyectos todavía más amplios de emancipación o de cambio”, explica.
“En paralelo, a través de su política económica -defendida también a través de la represión- logró destruir o desgastar las bases materiales de ese estado de bienestar: redujo el rol del Estado, le dio más poderes a las fuerzas del mercado en la definición de la vida social y de la distribución. Al mismo tiempo, adoptó el principio de subsidiariedad: la idea de que el Estado sólo debía intervenir, aparecer o proveer prestaciones en casos de extrema necesidad, lo contrario de lo que proponía la universalidad de derechos vigente hasta aquel momento. Estas dos operaciones – la represión y la eliminación y la modificación de la base material- es lo que le ha dado tanta fuerza, tanta continuidad a las propuestas, a las políticas que la dictadura impulsó, muchas de las cuales siguen aún vigentes”, añade el científico.
El devenir de los derechos sociales
De acuerdo con Etchichury, la última dictadura se propuso refundar la Argentina, con el propósito de dejar atrás treinta años de historia en el que se había consolidado, con altos y bajos, con democracia y sin ella, un modelo cuyo actor central era el Estado como garante de derechos universales y como mediador en los escenarios de tensiones y acuerdos entre sindicatos y empresas. “Impulsada desde las filas del liberalismo económico, esa nueva fundación exigía restaurar la disciplina social y el orden en los ámbitos de trabajo, para aumentar la productividad mediante la liberalización, dando más poder al mercado y reduciendo el del Estado. Esto hacía necesario suprimir conquistas laborales, destruir las organizaciones de la clase obrera y eliminar empresas nacionales no competitivas, así como reducir otros derechos sociales. Los economistas liberales convencieron a las Fuerzas Armadas de que este nuevo modelo económico permitiría cambiar de raíz el impredecible sistema político, al que veían siempre en riesgo de caer en el populismo o el comunismo”, explica el investigador.
Para el investigador, el rol del Estado se fue reduciendo paulatinamente como resultado del desfinanciamiento y las limitaciones a la universalidad de los derechos sociales, acompañado de una represión que eliminaba cualquier resistencia frente a estos cercenamientos. Como resultado, la educación, la vivienda, la salud y la seguridad social, junto al ámbito laboral, fueron invadidos por una lógica en la que prevalecían las fuerzas del mercado.
“En materia educativa la represión se descargó sobre instituciones, docentes y estudiantes, además de las restricciones ideológicas sobre contenidos y métodos. También se atacó la universalidad al transferir masivamente las escuelas primarias nacionales a las provincias, con la llamada ley 21.809, reforzando las desigualdades surgidas del diferente grado de desarrollo regional. El elitismo se instrumentó a través de los exámenes de ingreso a la enseñanza media y de los cupos y limitaciones en las universidades”, asevera Etchichury.
“Por su parte, la salud se vio afectada por el desfinanciamiento del sector público, lo que aparejó niveles más bajos de acceso a las prestaciones, en el marco de una represión a profesionales y personal que llegó a instalar sitios de tortura en hospitales públicos, como el Posadas. En materia de vivienda, se liberalizó el mercado de alquileres -ley 21.342- y se desalojó compulsivamente habitantes de villas de emergencia, sin proveer soluciones”, agrega el científico del CONICET en el CIJS.
Derechos laborales: un blanco predilecto
Dentro de los llamados derechos sociales, para Etchichury, sin dudas, los laborales recibieron particular atención por parte del gobierno de facto y, también, gran parte de los mayores ataques. “De hecho, poco después del golpe, Videla modificó profundamente, a través de la denominada ley 21.297 aún vigente, la Ley de Contrato de Trabajo aprobada por el Congreso en 1974: eliminó protecciones y cláusulas favorables al sector obrero, mientras ampliaba las facultades patronales. También prohibió el ejercicio del derecho de huelga, a través de la ya derogada ley 21.400, y las elecciones y asambleas gremiales -con las leyes 21.356 y 21.371, ambas sin vigencia en la actualidad-, además de intervenir la CGT y congelar sus fondos mediante la ley 21.270, también sin vigencia. Prohibió la negociación colectiva de sueldos públicos y privados, reservando al Ejecutivo la fijación del salario mínimo y de cualquier aumento de alcance general a partir de la ley 21.307, ya derogada”, explica Etchichury.
El investigador destaca que con la Ley de Prescindibilidad (21.274) se despidieron cerca de 200 mil empleados públicos, contradiciendo el derecho a la estabilidad garantizado en el art. 14 bis de la Constitución Nacional. Esta Ley habilitaba despidos masivos sin causa ni sumario con la imposibilidad de la recontratación durante los 5 años posteriores a la cesantía. Además, no generaba derecho a indemnización si la persona expulsada era considerada un factor real o potencial de perturbación, o vinculada con la subversión. Normas similares se dictaron a nivel provincial y municipal.
“Todas estas reformas apuntaban a reducir los sueldos, fortalecer a las patronales y debilitar el poder negociador de trabajadores y trabajadoras y de sus organizaciones, en muchos casos intervenidas o con conducciones encarceladas o desaparecidas, un destino compartido con representantes de base, a quienes se secuestraba incluso en sus lugares de trabajo”, asegura el investigador.
Corte Suprema y Poder Judicial
De acuerdo con Etchichury, para poder materializar estas reformas, el gobierno dictatorial necesitó modificar la normativa vigente. Con ese objetivo, el Ejecutivo asumió facultades para dictar “leyes” (que al no cumplir el proceso democrático para su sanción, actualmente existen debates sobre si deberían nombrarse como tales o no) avaladas posteriormente por el Poder Judicial. De esta manera, señala el investigador, se designó una Corte Suprema a la medida, integrada por juristas conservadores con experiencia en la función pública y la Justicia, favorables al “restablecimiento de la disciplina social”.
“En sus decisiones sobre derechos sociales, la Corte Suprema convalidó el amplio margen de actuación del Ejecutivo, evitando pronunciarse frente a reclamos contra las normas dictatoriales, o las convalidó invocando la emergencia. Solo luego de mucho tiempo, y excepcionalmente, cuestionó algunas de las normas; pero en general, el remedio siempre fueron indemnizaciones: no reincorporó activistas gremiales ni personal declarado prescindible. En lugar de restaurar el derecho vulnerado, lo canjeó por cifras en dinero, rápidamente desactualizadas”, comenta Etchichury.
Etchichury relata que hacia el final del periodo, la Corte incluso trató –sin éxito– de asegurar su propia continuidad luego de las elecciones de 1983. Sin embargo, el resto del Poder Judicial federal, en términos generales, logró su continuidad tras el derrumbe de la dictadura. “Durante la transición democrática no se pudo reemplazar a gran parte del personal y de la magistratura; los concursos –herramienta que podría haber renovado el plantel– no se implementaron de manera rápida ni amplia, y las limitaciones a la actividad gremial dentro de los tribunales se fueron levantando lentamente”, desarrolla el especialista del CIJS.
Persistencias del pasado
Como corolario, el investigador reflexiona: “Efectivamente, el Proceso comenzó aquel fatídico 24 de marzo,hace ya 47 años, pero ¿se puede marcar el final de su impacto con igual precisión? No pareciera ser una tarea tan sencilla si se interpreta a la Historia como un proceso que trasciende los calendarios y efemérides”.
“Pese a las décadas transcurridas, algunas normas dictatoriales siguen vigentes. Pero, más preocupante aún, es cierto legado que, todavía hoy, propone subordinar los derechos sociales al mercado o las emergencias, o los describe como privilegios a eliminar. El art. 14 bis y los tratados con jerarquía constitucional sufren periódicos embates mediante lecturas limitantes o evasivas que niegan o postergan los derechos a la salud, la vivienda, la educación, la seguridad social o las condiciones dignas de trabajo. Ese legado encuentra repertorio argumental en la legislación, las ideas y las sentencias de la última dictadura”, cierra Etchichury.
Autor: Horacio Etchichury - CONICET