Hoy 20 de noviembre de 2015, se conmemoran 45 años, de
la caída de un ómnibus de la ex Empresa Helvecia a las aguas del Arroyo
Leyes. La tragedia dejó un saldo de 56 muertos y fue considerado como uno de
los accidentes viales más graves del país. El micro había partido a las
18:00 desde la terminal Belgrano de Santa Fe un día viernes del año 1970.
Su chofer Juan Dosse había cruzado ese puente cientos de veces pero ese día
sería su último viaje ya que también pereció en el siniestro.
En medio de esta gran tragedia, un pescador de la zona, Joaquín “El Tata” Escobar rescató a 5 de los 6
sobrevivientes, convirtiéndose en un "Heroe" anónimo como
muchos lo apodaron. Entre las personas rescatadas se encontraban Américo
Siviero de San Javier, Nélida Millares de Marchi de Helvecia y la beba Alicia
Palavecino, que quedó flotando gracias a su
bombachita de goma, hecho que sería contado
infinidad de veces por el milagroso resultado que significó. Una vez conocido
el trágico suceso, una grúa debió realizar el duro trabajo de extracción a
tierra del micro para poder determinar el luctuoso saldo de este accidente y la
identidad de las personas siniestradas.
En una crónica que sería finalista del "Concurso
Federal Héroes: la historia la ganan los que escriben", organizado por el
Ministerio de Cultura de la Nación, el narrador va en busca de un hombre clave
en aquel drama: Joaquín “El Tata” Escobar. Un viaje hasta el pueblo
santafesino, una travesía que habla del paso del tiempo y del temple frente a
lo inesperado.
"El chofer Juan Dosse había hecho el recorrido
cientos de veces. No se le escapaba ninguno de los que subían hacia la costa:
el carpintero que trabajaba en el túnel Santa Fe-Paraná, el obrero de la Fiat,
el bracero que regresaba a los frutillares, el peón del molino arrocero de los
Paduán, los adolescentes que salían de la secundaria. Oscar Mántaras y su madre
volvían de la clase de piano, rumbo a Santa Rosa de Calchines. El matrimonio
Palavecino con sus dos varoncitos y la beba, Alicia, iban a Helvecia a la casa
de los abuelos. Rodolfo Ramos había pedido permiso en el hogar de menores para
visitar a su familia en San Javier.
Subo y me ubico. Busco el martillito rojo, lo veo
junto al cartel: Romper el cristal en caso de emergencia. Calculo a qué
distancia está de mi asiento. Observo la gente que llega, a través de estos
vidrios enormes, cerrados. Los ómnibus de los años setenta tenían las
ventanillas corredizas, alargadas y estrechas.
Voy hacia donde ocurrió la historia, por el
mismo camino. Busco al personaje principal. He escuchado hablar mucho de él
pero nunca pude ver su imagen. Tengo un par de referencias: me dijeron que aún
vive, y en el mismo lugar.
Salimos con retraso, a las seis y diez. Tomamos
la avenida Alem, ensanchada, y cruzamos el puente nuevo. El coche de la empresa
Helvecia hacía otro recorrido: pasaba por el boulevard Gálvez, levantaba gente,
y luego por el viejo puente colgante.
Hacia el este, cruzando un arroyo, se ve la
“vuelta del paraguayo”, una barriada con las casas de siempre: de los que
trabajaban en astilleros o vivían de la pesca. Luego, algunas casillas para los
evacuados de las inundaciones, y el riacho Santa Fe, con ceibos y alisos
repetidos en las orillas. Hacia el oeste, donde ahora está la ciudad
universitaria y el barrio El pozo, antes había bañados y ranchos de adobe, era
zona de caza y pesca. Cruzamos los puentes que bordean la laguna Setúbal,
reconstruidos después de alguna creciente.
Llora un bebé en el primer asiento. Alicia
Palavecino debe haber llorado en el trayecto, a pesar de los mimos de los
padres, era un viaje largo para su año recién cumplido. Algunos dormitan, otros
juegan con el celular, alguien tose, se nota en el silencio. Hay lugares
vacíos, es miércoles. Tan distinto al griterío de aquel viernes, iba lleno: más
de cuarenta personas sentadas y veinte paradas. Gente que se conocía, con el
alboroto de empezar el fin de semana.
Dejamos la ruta nacional y seguimos por la provincial
número uno, la de la costa santafesina. Pasamos por el rulo que bifurca también
hacia Paraná. En este cruce estaba la casilla de la policía caminera, con su
Jeep marrón: uno de los primeros en llegar al lugar de la tragedia. Después
había unas pocas quintas de fin de semana al borde del camino. Los sauces y
timboes autóctonos se mezclan ahora con árboles nuevos, Colastiné norte es un
continuo de casas y comercios por varios kilómetros.
Son las seis y media, llegamos a San José del Rincón.
Sube gente. El paisaje se vuelve más desolado. Los nidos de tacurúes muestran
tierras no trabajadas. Hay lugares inundables, donde resiste algún aromito. Se
ven casas perdidas entre el verde y los bañados. Empieza a parecer más un viaje
en ruta, siento el zumbido de las gomas sobre el asfalto. Hacemos otras
paradas. Baja gente que trabaja en el campo, se nota en las caras curtidas por
el sol. La tonada suena distinta, aunque estén tan cerca de Santa Fe, se parece
a la del norte.
Desde las casas, con sus ventanas que reflejan
el atardecer, nos devuelven miradas lánguidas. Un niño agita los brazos. La
gente ve el ómnibus cada día, varias veces, algo que de cotidiano forma parte
del paisaje: aparece por la ruta con regularidad y marca el curso del tiempo.
Aquella tardecita de noviembre, muchos vieron pasar por aquí el colectivo
amarillo y naranja, el Helvecia de las seis, que iba hasta San Javier, y que no
llegó.
Todo sucede como si estuviese viviendo en un
mundo paralelo. Los carteles anuncian que empieza la comuna de Arroyo Leyes. La
banquina se achica, la ruta parece angostarse. Cruzamos el puente de hierro. Si
hubiera ocurrido aquí, no hubiese pasado nada: las barandas son fuertes y
altas.
El Leyes se advierte por la arboleda en las orillas.
Se lo ve enorme, más que arroyo es un río: el mayor de los que comunican el
Paraná con la Setúbal. Son las siete menos diez, aparece el puente del Leyes.
Miro otra vez el martillito rojo, sé que más de uno lo mira ahora. El chofer
baja la velocidad, vamos a paso de hombre, lo que no hizo en los puentes
anteriores. Las veces que lo he cruzado me ha dado vértigo la forma en que
sube: en la mitad del semicírculo parece que uno flota en el aire, con el agua
lejos. Estoy sentado a la izquierda, contra la ventanilla, así veo el lugar
exacto. La baranda, reconstruida, está igual: precaria y baja, parece de
juguete.
A poco de cruzar el puente, el coche tiene una
parada. Bajo. Cruzo la ruta y entro por la calle más cercana al río. Veo una
mujer apoyada en la ventanita de un kiosco. Es delgada, tiene cara de sufrida,
el pelo mal teñido. Le pregunto si sabe dónde vive el Tata Escobar. Aquí, me
dice. Es la esposa. Sube unos escalones, esquiva dos sillas petisas y se pierde
detrás de una lona.
Los diarios de la época dicen que el ómnibus de
la empresa Helvecia partió de la estación General Manuel Belgrano rumbo a San
Javier, pasadas las seis de la tarde del viernes 20 de noviembre de 1970. No
queda claro lo sucedido en el puente que cruza el arroyo Leyes: el estruendo,
una maniobra brusca, el encontronazo con la baranda. El coche, recostado sobre
un lateral, se mueve como un péndulo, con la trompa en el aire. Mientras, se
escuchan alaridos de desesperación. Después, la mole cae y provoca sobre el
agua el ruido de una bomba. Seis metros desde el puente y catorce de
profundidad. Hablan de cincuenta y cuatro muertos, ahogados, la mayoría dentro
del coche. Algunos quedaron atascados, con medio cuerpo fuera de las
ventanillas. Hubo seis sobrevivientes, tres de ellos menores.
Se abre la cortina y se asoma el Tata. Parece
grande porque ocupa todo el hueco de la puerta. Cuando baja, mientras nos
saludamos, veo que no es alto, sí robusto. Los brazos son cortos y las manos
gruesas. La piel trigueña, la frente con surcos bien marcados. Parece mayor que
los sesenta y pico que le calculo. Tiene un par de remeras superpuestas,
desteñidas, y un gorro de lana que cae hacia un costado. No siente el calor.
Se mueve con dificultad, habla lento. Los que pasan lo saludan, él apenas
levanta un brazo, tímido.
Me presento, le digo que quiero entrevistarlo
por lo del accidente. Dice que pasó hace tanto que casi no se acuerda. Mira a
un costado y queda en silencio. Busco conversación, le pregunto si la casa es
la misma de entonces. Niega con la cabeza:
-Estaba a cien metros, se la comió el río; vamos
si quiere, le muestro.
Caminamos por una calle de tierra dibujada entre
veredas desparejas. Al doblar encontramos montones de bolsas de arena
apiladas: las defensas, es tiempo de crecida. Subimos y vemos el arroyo
Leyes y el puente. El Tata señala con su índice un punto en medio del agua, que
sólo él puede ver:
-Ahí estaba mi rancho en aquel entonces.
El cauce ha aumentado más del doble, el Leyes fue
socavando y llevando todo lo que encontró en las orillas. Su casa actual
parece más protegida, pero su futuro depende de las crecientes por venir. El
río, aunque está calmo, merece respeto, y da miedo a quien conoce la historia.
Unos remansos muestran que algo pasa debajo de esa superficie marrón, ondulada
y brillosa. Puedo agregar, para describir lo que cualquiera ve a simple vista:
un islote con sauces a unos metros de la costa y el camalotal en la orilla.
Pero para el Tata, el Leyes es mucho más: un
mapa que conoce como sus manos, deformadas por la artrosis, curtidas de
intemperie. Nació en la isla, aquí cerca. Apenas se casó, levantó su casita
junto al Leyes. Pescó hasta que el médico le prohibió hacer fuerza y tomar
frío, después de varios sustos con el corazón. Me explica que para agarrar el
sábalo con la red hay que meterse en el agua, sea verano o invierno, y descalzo,
así se tantea la malla para asegurarla contra el fondo. Ahora su hijo es quien
pesca y él hace el reparto por la costa.
Arrastra las palabras, cecea. Parece que puede
dedicarme todo su tiempo. Le pregunto sobre el accidente. Se tapa la boca con
una mano y después se larga:
-Cuando pasó…, yo estaba dentrando cajones. El vinero
los dejó en la puerta del saloncito que teníamos, mi mujer quedó afuera.
Escucho semejante ruido y digo, qué pasó. El colectivo que cayó, me dice.
Suspendimos la carga y nos pusimos a mirar, ya se iba yendo abajo. Cuando
desapareció de la vista, empezaron a salir un montón de burbujas. Ahí nomás
encaré para allá porque vi varias cabecitas que se asomaban, algunas volvían a
hundirse. Había un par que venían nadando. No tenía mi canoa, pero estaba cerca
la de una vieja medio vinagre, que había envuelto la cadena en la raíz de un
sauce, como cinco vueltas. Sin pedir permiso la desenredé y le puse los remos.
Mira el río y vuelve a señalar con una mano:
-Venían el de Santa Rosa: el Mántaras; y otro.
Nadaban lindo, pero ya estaban medio descompuestos. Voy remando al encuentro y
les digo, prendansen, pero no suban, que los voy a llevar al remolque. Yo
quería salvar a uno que estaba rajuñando el pilar, más cerca de la otra orilla,
se iba abajo, no tenía cómo afirmarse, por lo refaloso. Los hice que se
agarraran los dos, para que no se me diera vuelta la canoa, era chica. Cuando
llego al pilar, no se lo veía al otro, yo dije, no lo hallo más. Me agacho,
meto el cuerpo en el agua y estiro un brazo: toqué pelo. Lo cacé, lo saqué pa´
arriba y lo acosté encima de la canoa: era el Ramos ese, de San Javier. Recién
ahí los subí a los otros dos, bandié para el rancho y los dejé con la patrona.
Hace cuarenta y cinco años, a esta hora, el Tata
estaba haciendo lo mismo que me cuenta. Volvió enseguida al río, había cosas
flotando: bolsos, portafolios, juguetes. Le llamó la atención algo entre la
correntada, pensó que era una muñeca, iba boca abajo. Remó con más fuerza. Vio
que desde la otra orilla se acercaba el ingeniero Occhi, en su canoa, y le
gritó:
-Fíjese en esa cosa, mueve los brazos…, parece
una niñita.
La levantó y se la dio:
-Se ve que la bombachita de goma le sirvió de
flotador. Llévela, usted que sabe.
El ingeniero le hizo respiración boca a boca y
se fue para la costa. El Tata no daba más de cansado pero siguió
buscando gente.
Con el anochecer y un viento fuerte del sur, las
tareas de rescate se hicieron difíciles. Recién en la mañana siguiente se pudo
sacar el ómnibus de las aguas, y los muertos. Entre los cuerpos se encontró al
chofer aferrado al volante, don Juan Dosse, ya tenía edad para jubilarse pero
estaba demorando el trámite porque quería mucho su trabajo. Joaquín “Tata”
Escobar, rescató a cinco de los seis sobrevivientes. Uno de ellos, Oscar
Mántaras, de doce años, relató que su mamá lo ayudó a tirarse cuando el ómnibus
se balanceaba sobre el puente, pero ella no pudo salir. Otro de los que se
salvaron, vio cómo la madre de la beba Alicia Palavecino, atrapada entre los
asientos, la envolvió y la arrojó por la ventanilla, mientras entraba el agua.
-Por mucho tiempo quedé traumao, me despertaba a
la noche sobresaltado, como si estuviera en medio de la correntada, para
calmarme tenía que prender la luz y tomarme una cañita. Después me fui
olvidando, tantas cosas le pasan a uno por la cabeza.
Le pregunto si lo que hizo en el rescate, le
trajo fama en la zona:
-Qué me voy a hacer famoso si éramos tres gatos
locos los que vivíamos acá en el Leyes.
Quizás no sepa que es tan conocido. Cuando se
habla de “la tragedia del Leyes”, se nombra al pescador que salvó a una beba
que flotaba. En las crónicas de la época aparece como la figura destacada: “El
héroe del río”, titula la revista Así, aunque no se muestra en ninguna foto.
Escuchar y leer tantas veces la historia, fue lo que me llevó a esta búsqueda.
Antes de despedirnos, se acuerda de algo importante:
hace unos años estuvieron de la televisión, la llevaron a Alicia y los filmaron
juntos sobre el puente.
-Vive en Buenos Aires, es profesora de inglés y
tiene dos niños. Viera qué linda muchacha se ha puesto- me dice, sin dejar de
mirar el río".
Hoy 20 de noviembre de 2015, se conmemoran 45 años, de la caída de un ómnibus de la ex Empresa Helvecia a las aguas del Arroyo Leyes. La tragedia dejó un saldo de 56 muertos y fue considerado como uno de los accidentes viales más graves del país. El micro había partido a las 18:00 desde la terminal Belgrano de Santa Fe un día viernes del año 1970. Su chofer Juan Dosse había cruzado ese puente cientos de veces pero ese día sería su último viaje ya que también pereció en el siniestro.